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Salvadoreña recuerda al beato Romero como amigo de la familia que buscaba sustraerse de los horrores

Por Jo Tuckman | Catholic News Service

Leonor Chacón de pie frente al pequeño restaurante familiar en Santa Tecla, El Salvador, que ella ha convertido en un santuario dedicado al beato Óscar Romero. Quien pronto será santo, consideraba el lugar como un refugio contra la creciente tensión de su vida pastoral. JO TUCKMAN | CNS FOTO

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SANTA TECLA, El Salvador — Leonor Chacón recuerda como si hubiese sido ayer todas las emociones que sintió el 24 de marzo de 1980.

Comenzó, recuerda, con la alegría que solía acompañar la expectativa de que el arzobispo Óscar Romero de San Salvador vendría a comer con la familia de ella en la pequeña ciudad de Santa Tecla, al oeste de la capital salvadoreña.

Más tarde fue su decepción cuando su esposo regresó a casa con las noticias de que el arzobispo no podría venir porque estaba comprometido a celebrar misa esa noche en la capilla del hospital oncológico, al lado de su residencia.

Y entonces fue la llamada informándole que a él le habían disparado mientras celebraba misa.

“Salgo corriendo y me fui al cuarto donde estaba mi esposo y lloramos los dos”, recordó Chacón, ahora de 80 años de edad. “Fue un dolor muy grande”.

Hoy El Salvador espera ansiosamente la canonización del arzobispo que comenzó su vida pastoral como un sacerdote conservador conocido por su obra caritativa y pasó sus últimos años siendo tildado de agitador comunista por expresarse libremente con actitud desafiante contra los escuadrones de la muerte y la represión política.

Pero aunque Chacón celebra la atención enfocada en el mensaje de paz del beato Romero, para ella se trata de un querido amigo que consideraba su pequeño restaurante familiar y su casa anexa como un refugio contra el horror. 

En un receso, mientras hace los dulces que vende en jarros de vidrio en el mostrador del restaurante, Chacón dejó correr las anécdotas.

Recordó la forma en que él solía pedir que le contaran chistes y sus carcajadas desde el sofá cuando la familia bromeaba. Sonrió cariñosamente al rememorar los momentos cuando él pasaba horas mirando telenovelas con el padre de ella y el apetito voraz del beato por los frijoles refritos que ella preparaba.

“Él decía que aquí venía a desconectarse de todo, a descansar”, recordó. “Decía que era como su Betania, como la casa de Marta y María”.

Chacón conoció al beato Romero el día de su boda en 1963. Su prometido entonces, Raúl, le había hablado del sacerdote que le dio refugio en su parroquia en el cercano pueblo de San Miguel cuando quedó huérfano a los 7 años, así que ella le escribió para preguntarle si podía casarlos. El beato Romero los casó y se quedó para el pequeño banquete que la familia hizo para los recién casados, luego él los llevó a un hotel para su noche de bodas y pagó la cuenta.

De ahí en adelante el beato comenzó a visitarlos regularmente para comer, en camino de ida y vuelta a la capital, entablando una relación cercana con muchos de los parientes, incluida la hermana de Chacón , Elvira, quien llegó a ser su secretaria.

El beato prefería no hablar de política cuando les visitaba y esquivaba las preocupaciones por su seguridad, tal como hizo la última vez que ella lo vio, el 8 de marzo de 1980. Él rechazó la idea de que debía viajar con alguien y dijo que no quería poner en peligro a nadie más.

Como muchos en El Salvador, Chacón considera que el arzobispo escribió su propia sentencia de muerte en la homilía que ofreció el día anterior a su asesinato, en la cual él le ordenó a los soldados “dejar la represión”. 

“Estaba consciente de que lo iban a matar, pero no tenía miedo”, recordó Chacón. “Estaba bien sonriente la última vez que vino”.

Contó sobre los niños y la gente que lloraban mientras centenares pasaban ante el ataúd cuando fue expuesto durante cinco días en la basílica de San Salvador. También describió cómo ese duelo se convirtió en miedo el mismo día del funeral en la catedral, cuando francotiradores dispararon contra los dolientes. Murieron decenas de personas, muchas durante la estampida tratando de escapar. Recuerda que seguía el funeral por la radio de su casa y la transmisión se interrumpió poco después de iniciarse el tiroteo y los gritos.

Meses más tarde circulaban rumores de que cualquiera que fuese sorprendido con fotos del arzobispo, sería asesinado. El esposo de Chacón, quien murió en 2002, quería quemar las fotos de ellos pero ella se rehusó. En cambio, ella las envolvió en tela y las puso en el fondo de un baúl.

Ahora ha colgado esas mismas fotos en la pared en un tipo de santuario que ella muestra orgullosamente a todo el que la visita.

“Él decía que ‘es más la gente que me quiere, que la que no me quiere’ y eso sigue siendo verdad”, según su amiga. “La gente que viene aquí, se emociona tanto”.

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