Truenos bestiales y aludes violentos le dieron el nombre de Les
Diablerets a un pueblo suizo en las montañas, cuyo nombre significa la residencia
de los diablitos en francés. Este pueblo alpino es bien conocido por su belleza
natural y por sus inviernos peligrosos, pero en el verano del 2019, fue el
destino de una conferencia científica que ayudé a organizar.
Esperaba hacerme un lugar entre otros ingenieros expertos en mi
área de especialización. Las presentaciones de la conferencia fueron
extraordinarias, con lo último y lo mejor en mi especialidad, y me inspiraban a
continuar mis investigaciones científicas en el US Naval Research Laboratory
donde entonces trabajaba. Durante los tiempos de descanso, caminaba por los
senderos que conduce el río, nadaba en los lagos glaciales, y montaba bicicleta
por las pistas del valle. Era todo maravilloso y una de esas tardes, pensé:
¿por qué renunciar a esto? Puedo seguir con esta carrera y tal vez algún día
logre ser considerado entre los más expertos. ¿Por qué dejarlo?
Para ese entonces, Monseñor Miguel F. Burbidge me había aceptado
en el programa de formación de seminaristas de la Diócesis de Arlington. Me
uniría a los muchachos del Seminario de San Carlos a estudiar entre
seminaristas que tienen casi diez años menos que yo. Tendría que dejar mi
trabajo y depender de la generosidad de la diócesis. Aunque estaba sinceramente
contento de convertirme en seminarista, esto involucraba un cambio radical en
mí y mis propios diablitos de duda me empezaron a fastidiar en las montañas de
Les Diablerets.
Es cierto que por muchos años me mantuve sordo al murmullo tenue
del Señor invitándome a considerar el sacerdocio. Siendo el mayor de una
familia peruana recién llegada a este país, deseaba mucho tener una carrera
exitosa como ingeniero mecánico para darnos algo de orgullo y estabilidad
económica. Gracias a los sacrificios de nuestros padres, mis hermanos y yo nos
educamos bien y hasta logré obtener grado de doctor, el primero en nuestra
familia. El Señor me bendijo mucho con un buen trabajo que era exigente y
gratificante a la misma vez. Me llevaba bien con mis compañeros y me apoyaban
mucho; sin embargo, no era suficiente. Mientras el Señor me daba paso para
lograr muchas cosas buenas, a la misma vez profundizaba en mí una sed por él y
su Iglesia en los sacramentos. Así que tuve que responder a su llamado.
Ese verano, tomé una de las decisiones más difíciles que haya
enfrentado y dejé mi trabajo. Ha pasado un año y no me arrepiento de nada. Las
largas horas en el laboratorio se han convertido en horas de oración en la
capilla. Es un gusto estudiar la fe a niveles que antes solo envidiosamente
veía a otros hacer. Es mi privilegio ser hermano de hombres virtuosos. Enseño
el significado de los sacramentos a niños y visito a aquellos confinados en sus
casas y les ofrezco a nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía. Además, tengo
el gran privilegio de ir a misa todos los días, incluso durante la cuarentena.
Sobre todo, lo que más he aprendido es que no se trata de lo que
hago sino de quien soy: un hijo amado del Señor, algo que me satisface
muchísimo, y tal vez un sacerdote algún día. Aunque mi discernimiento de mi vocación
continúa, no me arrepiento de nada. Aquellos diablitos en Les Diablerets ahora
son un recuerdo lejano.
Tuesta, un seminarista, es de la parroquia San Luis en
Alexandria. Está en su segundo ano de estudios pre-teología en el seminario San
Carlos Borromeo en Wynnewood, Pa.