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Los diablitos en las montañas

Alfredo D. Tuesta | Especial para el Catholic Herald

Alfredo Tuesta, un seminarista del Seminario San Carlos Borromeo en Wynnewood, Pa., caminando en Les Diablerets en los alpes franceses el año pasado.

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Truenos bestiales y aludes violentos le dieron el nombre de Les Diablerets a un pueblo suizo en las montañas, cuyo nombre significa la residencia de los diablitos en francés. Este pueblo alpino es bien conocido por su belleza natural y por sus inviernos peligrosos, pero en el verano del 2019, fue el destino de una conferencia científica que ayudé a organizar.

Esperaba hacerme un lugar entre otros ingenieros expertos en mi área de especialización. Las presentaciones de la conferencia fueron extraordinarias, con lo último y lo mejor en mi especialidad, y me inspiraban a continuar mis investigaciones científicas en el US Naval Research Laboratory donde entonces trabajaba. Durante los tiempos de descanso, caminaba por los senderos que conduce el río, nadaba en los lagos glaciales, y montaba bicicleta por las pistas del valle. Era todo maravilloso y una de esas tardes, pensé: ¿por qué renunciar a esto? Puedo seguir con esta carrera y tal vez algún día logre ser considerado entre los más expertos. ¿Por qué dejarlo?

Para ese entonces, Monseñor Miguel F. Burbidge me había aceptado en el programa de formación de seminaristas de la Diócesis de Arlington. Me uniría a los muchachos del Seminario de San Carlos a estudiar entre seminaristas que tienen casi diez años menos que yo. Tendría que dejar mi trabajo y depender de la generosidad de la diócesis. Aunque estaba sinceramente contento de convertirme en seminarista, esto involucraba un cambio radical en mí y mis propios diablitos de duda me empezaron a fastidiar en las montañas de Les Diablerets.

Es cierto que por muchos años me mantuve sordo al murmullo tenue del Señor invitándome a considerar el sacerdocio. Siendo el mayor de una familia peruana recién llegada a este país, deseaba mucho tener una carrera exitosa como ingeniero mecánico para darnos algo de orgullo y estabilidad económica. Gracias a los sacrificios de nuestros padres, mis hermanos y yo nos educamos bien y hasta logré obtener grado de doctor, el primero en nuestra familia. El Señor me bendijo mucho con un buen trabajo que era exigente y gratificante a la misma vez. Me llevaba bien con mis compañeros y me apoyaban mucho; sin embargo, no era suficiente. Mientras el Señor me daba paso para lograr muchas cosas buenas, a la misma vez profundizaba en mí una sed por él y su Iglesia en los sacramentos. Así que tuve que responder a su llamado.

Ese verano, tomé una de las decisiones más difíciles que haya enfrentado y dejé mi trabajo. Ha pasado un año y no me arrepiento de nada. Las largas horas en el laboratorio se han convertido en horas de oración en la capilla. Es un gusto estudiar la fe a niveles que antes solo envidiosamente veía a otros hacer. Es mi privilegio ser hermano de hombres virtuosos. Enseño el significado de los sacramentos a niños y visito a aquellos confinados en sus casas y les ofrezco a nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía. Además, tengo el gran privilegio de ir a misa todos los días, incluso durante la cuarentena.

Sobre todo, lo que más he aprendido es que no se trata de lo que hago sino de quien soy: un hijo amado del Señor, algo que me satisface muchísimo, y tal vez un sacerdote algún día. Aunque mi discernimiento de mi vocación continúa, no me arrepiento de nada. Aquellos diablitos en Les Diablerets ahora son un recuerdo lejano.

Tuesta, un seminarista, es de la parroquia San Luis en Alexandria. Está en su segundo ano de estudios pre-teología en el seminario San Carlos Borromeo en Wynnewood, Pa.

 

 

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