El evangelio nos dice que Jesús fue al desierto para
orar. Es buena práctica para todos nosotros, aunque
nuestra jornada sea a un desierto metafórico. El
desierto, con toda su soledad, purifica lo que un
metrópolis contamina.
A mí me gusta pasar tiempo en el alto desierto de
Nuevo México, en las colinas al pie de la cordillera
Sangre de Cristo, donde yo me crié. Durante mi
estancia voy a orar a la iglesia en el lugar donde fui
bautizado y confirmado: Nuestra Señora de Guadalupe en
Sapello, una pequeña aldea donde dos pequeños
ríos que nacen en el yermo de Pecos se fusionan y
salen de los estribos a un enorme llano. La iglesia se
estableció en 1859.
La llegada del primer pastor, el Padre Francis Jouvenceau,
fue un milagro para los pobladores, quienes "habían
dirigido sus oraciones solitarias, desfiles y liturgias de
Cuaresma sin sacerdote" con esa esperanza, según una
breve historia de la parroquia. Sin embargo, nada es
permanente - una de las lecciones del desierto.
Diez años antes de celebrar su centenario, la
parroquia fue reducida a misión. No obstante, los
parroquianos no se desanimaron. Al lado de la iglesia
construyeron "un humilde edificio para servir en su lugar y
alojar el tesoro del Cristiano de ser la corteza, el
símbolo de unidad visible de un cristiano al otro en
la confraternidad nacida de Dios".
En diciembre, esta misión celebró su 65
aniversario. Ahora, el culto se celebra sólo una vez
al mes. Un diácono permanente viene el segundo domingo
para conducir una liturgia que le falta sólo la
consagración para ser Misa. Me gusta asistir porque
palpo una fe y unidad demostrando que los años no han
disminuido la fidelidad de los pioneros del pasado. Durante
los otros domingos del mes, la gente a menudo sigue al
diácono para celebrar liturgias en capillas entre
colinas y en los valles que antes eran misiones de la
parroquia de Sapello.
Ahora, por supuesto, la región tiene menos habitantes,
siendo que muchos se mudaron a las ciudades durante y
después de la Segunda Guerra Mundial. Pero los que
quedan hablan con orgullo de la fe de los que emigraron.
"Nuestro estilo de vida es muy distinto de la del habitante
de las ciudades u otras comunidades urbanas", declara la
breve historia preparada por Orlando Martínez y su
familia.
"Nuestra vida es una de trabajo duro, oración y
dependencia en la divina providencia, con poco tiempo para
recreación. Nuestra vida social haya expresión
más en nuestra voluntad de ayudar al vecino, sea
enfermo, este en necesidad o simplemente atrapado en el lodo.
Somos tan dependientes de la divina providencia que nuestros
pensamientos constantemente se dirigen a [Dios]".
Las ciudades nos dan la ilusión de que estamos en
control. El desierto nos enseña que el control no
está en nuestras manos.
Moises Sandoval escribe sobre la herencia hispana en la
iglesia.