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Lecciones del Desierto: Dentro de los intereses del alma

JUAN A. PUIGBÓ

ADOBESTOCK

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Muchas personas han llegado a este país atravesando el difícil e inhóspito desierto de las fronteras de Estados Unidos. El desierto es siempre duro, difícil, incómodo, repugnante y, sin embargo, esperanzador y escuela de virtud.

En los primeros años de la vida de la Iglesia, hacia el siglo III, muchos hombres y mujeres decidieron irse a vivir a los desiertos del norte de Egipto. Aquello fue una respuesta ante la dificultad de vivir la radicalidad por Jesucristo en medio de sociedades de cristianos que habían relajado sus conductas empeñando, así, la belleza de la fe. Algo parecido a lo que nos ocurre hoy ante la laxitud de la vida moral de los católicos.

Los hombres que habitaron el desierto por cientos de años fueron los Padres del Desierto. Muchos fueron los que hicieron aquella opción. Cada vez se les unían más personas y poco a poco se fueron organizando para responder a las exigencias de cada uno.

Pero, ¿por qué decidieron irse al desierto? ¿Cuál fue la razón fundamental por la que dejaron las comodidades de las ciudades e irse a pasar calamidad al desierto? En pocas palabras: Su amor delicado y radical por Jesucristo. No estaban dispuestos a vivir una fe a medias. Querían dárselo todo a Jesús. De hecho, san Antonio Abad, uno de los más importantes Padres del Desierto, decidió dejarlo todo después que escuchó el evangelio de San Mateo: “Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el Reino de los cielos. Luego ven y sígueme” (Mt 19:21-23).

Alguno podría decir, ¿entonces me tengo que ir a un desierto para ser perfecto? Muchos se han hecho esa pregunta pero siguiendo las mismas enseñanzas de estos Padres han entendido que lo más importante es el desierto de la propia vida. Veamos por partes:

La perfección consiste en ser santos. La santidad es para todos. De hecho, el mismo Señor dice en el evangelio “Sean santos como mi Padre celestial es santo” (Mt 5:48). El santo es el héroe de Dios. Es el que se ha unido a Él de tal manera que hace siempre su voluntad. Se deja regir por Él. Habla con Él continuamente. Está dispuesto a darlo todo por Él.

¿Darlo todo? ¿Cómo es eso? San Antonio dejó todo lo que tenía para seguir a Jesús porque antes había aprendido a morir a sí mismo. Había aprendido que Dios era más importante que él mismo. Lo vivía de verdad. Renunciaba a su propia voluntad para abrazar la voluntad de Dios. “Dejarlo todo” comienza por aprender a controlar el carácter, a ser generoso, servicial, bien dispuesto, alegre, etc. “Dejarlo todo” consiste en mirar más a Jesús que a sí mismo, a recordarle continuamente en el pensamiento y en las palabras.

Para alcanzar eso hay que entrar en el propio desierto del alma. Allí en la soledad, donde no hay ruido, donde nadie entra. En la intimidad de la propia vida: allí está Dios.

El cultivo del desierto personal es una tarea importante en la vida espiritual. Es fundamental que los cristianos aprendan a hacer silencio, a apagar los electrónicos, las pantallas, música, etc, para que Dios pueda hablar al alma.

Al principio el desierto resulta difícil (como todos los desiertos) pero luego descubre su propia bondad: la belleza del encuentro personal con Dios.

El alma es que busca ser feliz solamente lo encontrará en su unión completa con Dios que le creó. Todo respira a Dios porque todo lo hizo Él por pura bondad. Entonces todo viene de Él y todo vuelve a Él (Rom 11:36). El deseo de Dios es lo propio del alma que ama a Dios.

Entonces “deseo” y “búsqueda” van de la mano. Y para ello es necesaria la renuncia de manera que nada “despiste” ni “distraiga” el cometido que tiene el alma de encontrar a Dios. Es lo que quiere decir el salmista cuando dice: “Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío” (Sal 42(41), 2).

Ese es el principal interés del ama: Convertirse en “buscadora” de Dios y no cesar de hacerlo hasta que lo encuentre. Así dice san Agustín: “Nos hiciste para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.

La tensión de la búsqueda y el encuentro se “suaviza” cuando se aprende a “hacer desierto”. Esto implica, decía santa Teresita, “estar a solas con aquel que sabemos nos ama”. Así tiene sentido la renuncia aunque el “salto” cueste la vida. Un intento permanente. Un deseo continuado. Una búsqueda incesante para quedar unido con Dios que todo lo ha creado y a quien todo le es debido.

Así, la ida al “desierto” es el “descenso” al mismo corazón, al alma de la vida que lo mueve todo para “elevarse” con Dios a su grandeza y santidad. Para ello les sugiero apartar un tiempo en el día, normalmente muy temprano por la mañana — así lo enseñan los Padres del Desierto — para estar a solas con Él. Antes de que comience el día, cuando todo aún duerme, despertarse pronto, invocar el nombre de Jesús, reposar un poco, leer algún salmo de las Sagradas Escrituras, repetir varias veces el nombre de Jesús, silenciar todos los sentidos hasta escuchar solamente los latidos del corazón. No buscar respuestas a preguntas. No decir nada. Solamente permanecer en silencio con aquel que sabes que te ama. Descansa en Él. Y, al final, encomienda tu día al Señor, y Él actuará (Sal 37:5).

Padre Puigbo es el Vicario Parroquial de la Iglesia Católica Todos los Santos en Manassas. [email protected].

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