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A medida que nuestra nación se abre paso
a través de la pandemia causada por el coronavirus en 2020, durante la cual
nuestra vida quedó al revés y vivimos de una forma radicalmente diferente de
aquella a la que estábamos acostumbrados como comunidad de fe, debemos tomar un
momento para hacer una pausa y reflexionar sobre todo lo que ha ocurrido, lo
que hemos aprendido y lo que debemos hacer ahora.
Nunca en nuestra vida se ha alterado el
funcionamiento de la sociedad al punto que hemos visto en los últimos meses.
Habiendo dedicado toda mi vida sacerdotal a llevar los sacramentos a los
fieles, nunca me hubiera imaginado que sería necesario suspender la celebración
pública de la Misa, limitar el acceso a nuestras iglesias y cerrar nuestras
escuelas católicas. He dedicado toda mi vida sacerdotal a hacer todo lo
contrario de lo expuesto. Deseo que venga más gente a la Misa cada semana y
cada día. Deseo que nos regocijemos en el Señor en estrecha cercanía los unos
de los otros, en lugar de mantenernos intencionalmente distantes. Deseo que más
niños visiten nuestras escuelas y se beneficien de una educación católica.
Lamentablemente, las circunstancias de la pandemia causada por el coronavirus nos
dejaron muy pocas opciones. Para ser compasivos con las personas más afectadas
por la enfermedad y para evitar su rápida propagación, tuvimos que tomar
medidas drásticas. La buena noticia es que esas medidas fueron eficaces y, como
comunidad de fe, hemos crecido.
Sin importar con cuánto entusiasmo vamos
a regresar a la vida como era antes, debemos reconocer que somos diferentes.
Ninguna sociedad que padece una pandemia mundial es la misma, aunque se haya
manejado de la mejor manera posible. Nuestra vida ha cambiado y, por lo tanto, así
también se ha transformado la experiencia de nuestra fe.
En el presente mensaje, espero
reflexionar con ustedes sobre lo que hemos aprendido de estos últimos meses y
cómo debemos aplicar esas lecciones de aquí en adelante.
Sacrificios
espirituales
Hemos hecho sacrificios físicos,
emocionales, económicos y espirituales durante esta pandemia. En un principio, nuestras
celebraciones litúrgicas se interrumpieron con la suspensión de la Señal de la
Paz y la distribución de la Preciosísima Sangre. Como ustedes ya saben
demasiado bien, a la larga tuve que enfrentarme a la dolorosa decisión de
suspender la celebración pública de la Misa, aplazar las Confirmaciones, las
Primeras Comuniones y los Bautismos en grupo y cancelar las Misas y graduaciones
de bachillerato de las escuelas secundarias y muchos otros eventos y
celebraciones litúrgicas importantes.
Sin importar cuánto hemos sacrificado
para ser compasivos con las personas que podían enfermarse o morir como
resultado del virus, hemos seguido anhelando estar juntos y recibir a Nuestro
Señor en la Eucaristía. Este, en sí, es un ferviente testimonio de amor y fe.
Todos compartimos el sacrificio exigido a una comunidad de fe unida, aun el
sacrificio de dejar de recibir lo que los padres del Concilio Vaticano Segundo
enseñaron que es “fuente y cumbre de toda la vida cristiana”, es decir, dejar
de “participar del sacrificio eucarístico” (Constitución sobre la Sagrada
Liturgia, no.10, y Constitución Dogmática sobre la Iglesia, no. 11).
Durante esta época, hemos aprendido que
nuestros sacrificios deben estar arraigados en fidelidad y amor. De lo
contrario, no son nada más que una carga pesada y frustración. Aprendemos a no
darnos nunca por satisfechos y se nos recuerda que la celebración pública de la
Misa debe agradecerse profundamente cada vez que participamos. En palabras de
San Juan Pablo II, “Es necesario que los fieles pasen de una fe rutinaria,
quizás mantenida sólo por el ambiente, a una fe consciente vivida
personalmente. La renovación en la fe será siempre el mejor camino para
conducir a todos a la Verdad que es Cristo (Ecclesia
in America, no. 73).
Dios escogió la Eucaristía como medio
para unirnos profunda y estrechamente a Él. No se puede suponer que eso
significa que la Eucaristía es la única forma en que Dios puede llegar a
nosotros. En realidad, los mismos padres del Concilio Vaticano II que llamaron
a la Eucaristía “fuente y cumbre” también reconocieron que “la sagrada Liturgia
no agota toda la actividad de la Iglesia” (Constitución sobre la Sagrada
Liturgia, no. 9). Aun en medio del dolor espiritual, debemos recordar que
Jesús, aunque está plenamente presente en el Santísimo Sacramento, no está
limitado por la Eucaristía. En épocas en que es imposible recibirlo sacramentalmente,
sabemos con la certeza que nos da la fe que por medio de los dones del Espíritu
derramados en abundancia, permanecemos como un Cuerpo en Cristo. Jesús
trasciende los obstáculos de nuestro camino y nos une en Él.
Tal vez la mayor lección de esta pandemia
sea que debemos tener fe y saber que las circunstancias en las que ocurre un
gran mal—como la enfermedad, la guerra o la coacción — no nos impedirán tener
una relación plena y unitiva con Dios.
La
Iglesia doméstica
Por causa del cierre de nuestra economía
y de la sociedad, las familias — que constituyen la iglesia doméstica — se han
juntado de formas que jamás nos hubiéramos imaginado. A pesar de las formas en
que las familias han luchado con las consecuencias emocionales, económicas y
aun espirituales a veces, han florecido por medio de esta experiencia. Se
celebraron cenas familiares con regularidad en casos en que habían ocurrido
raras veces o no se habían celebrado nunca. Los esposos pasaron juntos tiempo que
antes ocupaban en ir de la casa al trabajo y viceversa y en hacer campo para
actividades extracurriculares. Los hermanos que habían crecido separados han
pasado tiempo juntos y reanudado amistades. Los estudiantes universitarios han
experimentado la sabiduría de sus padres de formas posibles solamente por causa
de la distancia creada en la vida universitaria. Vean lo que sucede cuando
pasamos tiempo juntos y nos escuchamos los unos a los otros.
El santuario doméstico de la Iglesia es
donde las familias le rezan juntas a Dios. El tiempo pasado juntas ha ofrecido
más oportunidades de leer la Sagrada Escritura, dar gracias en las comidas
compartidas y participar juntas en actos de devoción y aun celebrar la liturgia
de la Iglesia durante la oración de la mañana, la tarde y la noche.
En esta oración y al estar todos juntos,
se nos recuerda que debemos elevar los ojos a Dios en lugar de concentrarnos
solamente en los problemas que tenemos al frente. Somos hechos para estar en
comunidad y esa comunidad nos ayuda a volver a enfocarnos en lo que es
realmente importante y a ver nuestras circunstancias desde una perspectiva
diferente. Las familias se tienen las unas a las otras para darse apoyo cuando
se sienten deprimidas o frustradas. Esas relaciones estrechas son la forma en que
se nos recuerda que debemos confiarle a Dios nuestros temores y preocupaciones.
Dentro de las familias, los padres han
sido llamados a representar la iglesia doméstica y a servir a sus hijos de
formas imprevistas. Si bien algunos padres optan por educar a sus hijos en la casa,
muchos se asocian con una escuela para que les ayude a educarlos. Ahora, todos
los padres se han encontrado “enseñando en el hogar” en condiciones singulares
y atípicas. Han enfrentado este desafío y por medio de sus incansables esfuerzos,
con la asistencia de educadores profesionales y de currículos, se han asegurado
de que sus hijos sigan aprendiendo y creciendo en conocimientos, madurez y, lo
más importante, fe.
Para quienes de repente se encuentran en
la situación de tener que enseñarles a sus hijos individualmente un día tras
otro, este ha sido un gran desafío, sobre todo puesto que ambos padres también
pueden estar trabajando desde la casa. Quiero que los padres sepan que siento
profunda admiración por su firme dedicación a la educación de sus hijos,
arraigada en la fe, lo cual es una inspiradora obra de evangelización.
El coronavirus, aunque ha sido
destructivo de muchas formas, nos ha recordado el papel indispensable que
desempeñan los padres como los primeros y más importantes educadores de sus
hijos, en particular cuando se trata de la fe.
Independientemente de lo que recuerden
los niños de lo que les enseñaron los padres, la mayor lección aprendida es que
se les ama y aprecia. Esta es tal vez la razón más fundamental que necesita
entender un niño, puesto que constituye el fundamento de su crecimiento académico,
emocional y espiritual. Ese amor y ese cuidado son una extensión del cuidado
pastoral que emana directamente de la mente y del corazón de Dios.
La iglesia doméstica está viva y prospera
durante esta pandemia. Las familias no existen únicamente por haber vencido los
retos de los últimos meses. Por la gracia y la misericordia de Nuestro Señor,
han asumido la responsabilidad de la iglesia doméstica y se han asegurado de
que cada persona crezca y de que los familiares lo hagan juntos. ¡Qué hermoso
testimonio de vida cristiana!
Creatividad
y fraternidad
Inmediatamente después de la suspensión
de las celebraciones públicas de la Misa, los sacerdotes de nuestra Diócesis
respondieron de formas nuevas y creativas. Por medio de las redes sociales y de
transmisiones en directo, se esforzaron por llevar la Misa a los fieles. Si
bien eso nunca reemplazará la plena participación en la Misa, unirse en oración
a la celebración de la Misa con la ayuda de los medios de comunicación es un
hermoso regalo.
Además, los sacerdotes han empleado las
redes sociales para enseñar las verdades de nuestra fe, comunicarse con sus
feligreses, ser fuente de inspiración para ellos e informarles sobre
importantes noticias que, de lo contrario, se habrían compartido por medios más
tradicionales.
Permítanme aprovechar esta oportunidad
para expresar mi profundo y sincero agradecimiento por el arduo y continuo
trabajo de nuestros sacerdotes, diáconos y mujeres y hombres religiosos. Su
amor por los fieles y su constante dedicación a atender las necesidades
espirituales de sus feligreses son sencillamente dignos de elogio. Ha sido
fascinante presenciar su creatividad y adaptabilidad a las circunstancias
cambiantes de la pandemia causada por el coronavirus. San Juan Pablo II nos
exhortó a mirar hacia el futuro “con un compromiso... de una evangelización
nueva; nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión”. Nuestros
sacerdotes, diáconos y mujeres y hombres religiosos han personificado este
compromiso con la nueva evangelización.
La creatividad de la Iglesia ha sido
magistralmente expresada por los fieles. Al pasar apenas algunos minutos en las
redes sociales se puede apreciar con rapidez que los fieles, a pesar de estar
confinados en sus casas, han sido increíblemente innovadores en su esfuerzo por
mantener el optimismo y la esperanza y han aprovechado constantemente cada
oportunidad para compartir el Evangelio, educar a sus hijos, enseñar la fe y
conectarse con otras personas como hermanos y hermanas en Cristo.
Esa conexión encuentra una hermosa
ilustración en la comunicación con las personas confinadas en la casa o que
viven solas. La carga de quienes viven solos suele pasarse por alto en nuestra
sociedad y aun, a veces, dentro de nuestra Iglesia. Me regocijo al oír un
relato tras otro de sacerdotes y fieles laicos de nuestra Diócesis que llaman o
celebran videoconferencias con quienes viven solos para ver cómo están y
preguntar si necesitan ayuda u oraciones especiales. Solamente Nuestro Señor puede
valerse del aislamiento por la experiencia de quedarse en casa para inspirar a
los católicos a comunicarse con quienes están solos. Estas buenas personas practican
el Evangelio de formas singulares y poderosas.
Aun después de que pase la pandemia
causada por el coronavirus, los insto a seguir considerando a quienes están
solos. Piensen en alguien que conozcan que no tenga quién lo cuide y denle una
llamada. Déjenlo oír su voz y díganle que lo aman. Unos minutos de conversación
pueden levantarle el ánimo a una persona de una forma inconmensurable.
En su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, el Papa Francisco
escribió: “El Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y creativos, que se
dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla”. Me he sentido inspirado y
muy alegre por la creatividad de los fieles al tomar la alegría que tienen en
Cristo y compartirla con sus contactos en los medios de comunicación modernos.
Servicio
a los pobres en todo momento
Uno de los grupos demográficos más
desfavorablemente afectados durante esta pandemia han sido los pobres. Muchas
de las pérdidas de empleo han ocurrido en industrias donde trabajan personas de
bajos ingresos. Quienes escasamente se mantenían por encima de la línea de
pobreza, se encontraron de inmediato en una desesperada situación de necesidad,
y quienes ya enfrentaban una increíble dificultad financiera pasaron a una
situación todavía peor, con pocos rayos de esperanza.
Dentro de esa sombría realidad brilló una
luz de caridad y generosidad que, como obispo, me hace sentir orgulloso más de
lo que pueda creerse. Se presentaron voluntarios para ayudar a servir a quienes
necesitaban comida, medicamentos, asistencia de emergencia y otros servicios
esenciales. Muchos donantes incrementaron sus aportes para amortiguar el
repentino golpe causado por las necesidades enfrentadas por muchos de nuestros
ministerios e instituciones de beneficencia. El personal trabajó sin parar, con
poco descanso, para asegurarse de que quienes más nos necesitaran vieran
brillar el amor de Dios en el rostro en esta hora de tinieblas.
El Papa Francisco se refirió una vez a
los pobres como el “tesoro de la Iglesia” y dijo: “¡Qué hermoso sería si los
pobres ocuparan en nuestro corazón el lugar que tienen en el corazón de Dios!
Estando con los pobres, sirviendo a los pobres, aprendemos los gustos de Jesús,
comprendemos qué es lo que permanece y qué es lo que pasa”. (Homilía pronunciada
durante la Jornada Mundial de los Pobres en 2019). En el rostro de cada persona
que espera desesperadamente una bolsa de víveres o la oportunidad de recibir
servicios de telemedicina está el propio Jesucristo. En la voz de cada madre o
cada padre que llama a Caridades Católicas porque no tienen forma de pagar el
alquiler mensual está la voz de Cristo que dice: "Les aseguro que cada vez
que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo".
(San Mateo 25:40).
Con gran alegría y orgullo paternal,
puedo decirles que los fieles de esta Diócesis han estado a la altura de las
circunstancias y han respondido al llamado de servir a los más pequeños de los
hijos de Dios. Ruego que, como comunidad de fe, podamos aumentar nuestro apoyo
y servicio a los pobres y vulnerables en nuestro medio.
Mi
esperanza para ustedes los fieles
No solo la supervivencia durante esta
pandemia sino también la posibilidad de salir adelante exigen paciencia y
compasión por nuestras familias, nuestros amigos y los miembros de nuestras
comunidades, en particular quienes siguen sufriendo y muriendo por la COVID-19.
Se nos exigirá paciencia a todos en lo sucesivo. Esta no es la última crisis
que enfrentaremos como nación ni como Iglesia. En momentos tan estresantes,
debemos volver los ojos a Nuestra Santísima Madre para pedirle orientación y
ayuda. Nadie nos puede llevar a Jesús de la manera en que lo hace Nuestra
Madre. En momentos de frustración y de impaciencia, pídanle su orientación
amorosa y constante. Indudablemente, Ella calmará su corazón inquieto y los
llevará a su Hijo, Nuestro Salvador.
Hermanos y hermanas en Cristo, ruego que
todos nosotros estemos juntos de nuevo en breve, particularmente alrededor de
la Mesa Eucarística. Espero visitar nuestros ministerios, parroquias y escuelas
y celebrar eventos diocesanos. Estar en su compañía es una profunda fuente de
energía y felicidad para mí al cumplir con mi ministerio como su Obispo.
Al esperar ansiosos el final de esta
pandemia, hagámoslo con profunda fe y alegre esperanza, así como con el
consuelo de las lecciones aprendidas. Sencillamente no basta dejar atrás lo que
ha ocurrido. Sabemos que, por medio de Jesucristo, toda lucha puede convertirse
en una bendición que nos ayuda a profundizar en la fe y la virtud. .
Ruego que continuemos trabajando juntos y
fortaleciendo la vida espiritual de nuestras familias, profundizando nuestra
relación con Dios, ayudando a los necesitados y aprovechando oportunidades
creativas para llevar la alegría y la verdad del Evangelio a otros.
Que al hacer este peregrinaje juntos en
oración, con los ojos elevados al Cielo, caminemos siempre humildemente con
Nuestro Dios.